La deforestación de Argentina durante la pandemia y una promesa de resistencia indígena: «Pondremos nuestro cuerpo para frenarla»
FUENTE: RTnoticias
Solo entre el 15 de marzo y 31 de mayo se desmontaron más de 14.900 hectáreas, lo que equivale a tres cuartas partes de la capital. El Gobierno de Alberto Fernández decretó que la actividad es «esencial» en medio de la cuarentena.
La pandemia del coronavirus frenó casi todo en Argentina, pero no la deforestación. Solamente entre el 15 de marzo y 31 de mayo se desmontaron más de 14.900 hectáreas, según el monitoreo de Greenpeace, un espacio similar a tres cuartas partes de la Ciudad de Buenos Aires. Dicho de otro modo, el Estado permitió que durante la emergencia sanitaria más importante del tiempo reciente se arrasara con casi 200 hectáreas de bosque al día.
A poco tiempo de haberse iniciado la crisis del coronavirus en el país sudamericano, el Gobierno peronista de Alberto Fernández dispuso la cuarentena obligatoria desde el 20 de marzo para todo el territorio, medida que sigue vigente en las zonas más afectadas por el covid-19. También deprisa, el 3 de abril, el Ejecutivo lanzó un decreto aclarando que las «actividades vinculadas con la producción, distribución y comercialización forestal» estaban incluidas dentro de las tareas permitidas, y quedaron exentas de las restricciones.
Así, según la Decisión Administrativa 450/2020, Presidencia considera que cortar árboles es un trabajo esencial durante la emergencia sanitaria.
Pero, veamos las fechas. Antes de la publicación en el Boletín Oficial, las topadoras ya estaban limpiando todo vestigio de naturaleza: entre el 15 y el 31 de marzo se barrieron 2.172 hectáreas, un promedio de 128 diarias. Y, más allá de días exactos, desde la ONG ambientalista le dicen a este medio que apenas se lanzaron las primeras medidas de aislamiento social, igualmente se deforestó de forma continua.
Las provincias más afectadas son Santiago del Estero, Formosa, Salta y Chaco, todas en el norte argentino. «El problema no es de ahora, es de siempre», señala Noemí Cruz, coordinadora de la Campaña de Bosques de la organización no gubernamental. «Es una actividad destructiva, que no da grandes riquezas a las regiones. Los beneficios económicos no quedan en la zona impactada», acota.
Con ese marco, el mapa argentino se divide en tres colores:
- Verde: está permitido desmontar, es decir, avanzar con maquinarias unidas por una inmensa cadena en el medio, para limpiar el terreno.
- Amarillo: se habilita un «uso sustentable» de la naturaleza. Está prohibido desmontar, pero sí se pueden hacer otras tareas más selectivas, como la tala.
- Rojo: son las áreas protegidas, no se puede —o no se debería— alterar la vida silvestre.
Sin embargo, la experta alerta que en algunas provincias se cambian los colores de cada sector, según la necesidad o vocación de explotar los recursos naturales. A su vez, en terrenos amarillos también se registraron incendios no controlados, junto a otras maniobras que Cruz califica como «desmontes encubiertos».
Pueblos originarios, entre motosierras y topadoras
Obviamente, destruir el medio ambiente afecta a las comunidades indígenas y su estilo de vida ancestral: «La tala perjudica la provisión de alimentos y medicinas. También los lugares sagrados, que son bienes insustituibles a nivel espiritual», subraya Cruz.
Para la entrevistada, la situación de los desmontes es mucho más grave, porque termina corriendo a los aborígenes de sus territorios habituales: «Son desplazados. No tienen manera de vivir en un lugar desmontado, donde se siembra pasto o soja. Y si se quedan cerca, son víctimas de fumigaciones, entonces la mayoría de las veces se van».
Así, se producen migraciones desde el bosque hasta las periferias de las ciudades, en algunos casos explicado por la contaminación o escasez de un recurso tan básico como el agua, todo en nombre del trabajo y el progreso.
Miembros de la comunidad indígena Ka’a Kupe observan la maquinaria utilizada para desmontar la naturaleza, en 2020.Gentileza ENDEPA
«Vamos a poner nuestro propio cuerpo para frenar el desmonte», le dice a RT el cacique Sabino Benítez, de la comunidad myba guaraní de Ka’a Kupe. Se trata de un territorio que abarca más de 5.600 hectáreas en la localidad de Campo Grande, provincia de Misiones, donde viven 126 personas.
Su enemiga es CARBA, una empresa que tras ser autorizada por el Ministerio de Ecología local está cortando árboles a diestra y siniestra. «Ya sacaron muchísimos, es explotación masiva. Por eso estamos reclamando, es nuestro territorio», destaca el referente, rememorando los tiempos de la conquista en pleno siglo XXI.
Para un citadino puede resultar difícil dimensionar la relevancia de estos espacios en la cosmovisión aborigen, pero Benítez lo resume bastante bien: «Nos afecta porque somos parte de la naturaleza. La cultura indígena, la salud, educación y realización personal, están dentro del monte. Es vida».
Mientras, entre ruidos de motosierras, miembros de la comunidad afirman haber sido amenazados por un trabajador de la compañía. Intentaron tomarle una fotografía cortando un árbol, pero el empleado al servicio del capital habría contestado exhibiendo un rifle: «¡Si me sacás una foto, te pego un tiro en la cabeza!».
Injusticia
Son muchas las normativas violadas en Argentina de forma sistemática, sobre este caso y tantos otros. Repasemos solo algunas de ellas, para tenerlas presentes:
- Convenio sobre pueblos indígenas y tribales, impulsado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1989, incorporado a la legislación argentina en 1992.
- El artículo 75 inciso 17 de la Constitución Nacional, que dispone «reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos originarios». Entre otras cosas, obliga a aceptar «la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan». También plantea asegurar que los indígenas participen en la gestión de sus recursos naturales, junto a todos los intereses que les afecten.
- La ley nacional 26.160, que estipula un relevamiento territorial técnico, jurídico y catastral de grupos aborígenes. De hecho, en 2016, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) le reconoció a la comunidad de Ka´a Kupe el sitio en cuestión.
Roxana Rivas, la abogada que representa a la comunidad, le dice a este medio que las autoridades desoyeron todas las negativas que plantearon ante el avance de la deforestación. Esa letrada subraya que, aunque la compañía sea titular dominial de las tierras, se debe consultar a las comunidades que viven allí adentro antes de actuar.
«Mientras se discute nuestro recurso de reconsideración, no tiene que tocarse ningún árbol», sostiene, aunque la realidad es bien distinta. Por eso, Rivas denuncia que hay «connivencia» entre el Estado provincial y la empresa, y «denegación de justicia» para los indígenas.
Según esa integrante del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (ENDEPA), la falta de acceso a los tribunales «es un problema sistemático» en las comunidades: «No tramitan las denuncias y no impulsan los procesos», alerta la defensora. En medio de la angustiante lentitud, presentaron un amparo solicitando, como medida cautelar urgente, que se frene el desmonte mientras se discute la presentación anterior. Y ya pasó un mes: «No lo decretaron, lo que significa que al momento en que se les ocurra resolverlo, ya no habrá árbol que defender».
Frente a este engranaje elusivo, lanzaron un pedido ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que, de forma veloz y con carácter preventivo, se frene la deforestación del lugar, y están aguardando la respuesta. Por ahora, impera la ley del más fuerte.
También hubo otros planteos judiciales en estos días: la asamblea Somos Monte Chaco, provincia donde continúa la cuarentena, pide una medida cautelar para no considerar a la actividad forestal como actividad esencial. Además del conflicto ambiental, aparece «el riesgo de contagio» por los camiones que van y vienen en aquella jurisdicción, explica Riccardo Tiddi, referente de la organización.
Como trasfondo, remarca «el interés de empresas agrarias para convertir bosques nativos en pampa». Además, cambiar las condiciones naturales del suelo puede contribuir en inundaciones, que ya son parte de la realidad chaqueña.
Saqueo garantizado, gobierne quien gobierne
En la zona del Gran Chaco —compuesta por Argentina, Bolivia y Paraguay— entre 2010 y 2017 se perdieron unas 4 millones de hectáreas, «que significa una superficie grande como Suiza», señala Tiddi. Y solo en la provincia argentina, dice que durante el último tiempo se desmontó un promedio de «40.000 hectáreas cada año».
Generalmente, esta barrida territorial se usa para la industria del carbón y la expansión del agro, con la ganadería, el cultivo de soja y el maíz como actividades principales. Se trata de productos típicos de la exportación argentina, con poco valor agregado.
Por su parte, Global Forest Watch registró la pérdida de cobertura arbórea entre 2001 y 2019.
A su vez, entre elecciones y disputas políticas, el año pasado se desmontaron 80.938 hectáreas en todo el país, publicó Greenpeace en enero. Si bien la cifra se está reduciendo desde 2014, un tercio pertenece a sitios resguardados por la legislación. De hecho, desde 2007, cuando se sancionó la Ley de Bosques, se desmontó casi un millón de hectáreas que debían estar protegidas. Así las cosas, la actividad continúa.