Debate puerco: planificación para el desarrollo
Un posible acuerdo con China para producir cerdos en el país encendió las alarmas en diversos sectores y grupos ambientalistas. La degradación ambiental, las enfermedades zoonoticas y el modelo productivo como núcleos del debate. ¿Más chanchos es menos soja? ¿Economía o ecología? ¿Dólares para la inclusión? El problema no son los controles sino la necesidad de planificar y realizar una evaluación ambiental estratégica. Dos propuestas para el desarrollo.
“Si quieres cambio verdadero, pues, camina distinto”
La semana pasada un posible acuerdo entre Argentina y China provocó tensión en las redes y los medios. Una campaña organizada por el movimiento ambientalista en contra del acuerdo de los cerdos chinos puso sobre la mesa un debate pendiente: qué desarrollo queremos para el país. Cómo debe desarrollarse un país de América Latina en 2020 en medio de una pandemia que nos arrastró a la peor crisis económica en décadas.
Es una incógnita. Nadie transitó este camino jamás. Nadie. Además, a nuestro país se le suma la necesidad de divisas y una deuda monstruosa. Frente a este contexto, en medio de un desierto económico global, apareció la promesa de una lluvia. Cerdos. A primera vista suena tentador, pero la letra chica contiene algunas cuestiones que deben ser revisadas con detalle.
Una de las entradas de divisas es a través de la soja que exportamos a China. Allí esos granos, en forma de harina, alimentan cerdos. Esto se debe a la creciente demanda de proteína en la dieta del país asiático. Quienes criticamos este modelo, solemos repetir el mantra de que “deberíamos transicionar hacia una matriz productiva con productos de mayor valor agregado”. En este aspecto, el proyecto parece superador.
¿Por qué fue tan criticado entonces? Sin entrar en las idas y venidas del acuerdo es importante remarcar tres puntos:
i) Potencial pandémico
Los científicos vienen advirtiendo que la degradación ambiental aumenta la probabilidad y frecuencia de enfermedades zoonóticas como la Covid-19. Esto es así porque al simplificar los ecosistemas se apagan un montón de interacciones que podrían frenar el contacto del virus con el humano. Por ejemplo, supongamos que un virus muta en un pangolín y esa mutación le confiere la capacidad de infectar el cuerpo humano. Si el animal es cazado por un tigre antes de que el mismo tenga contacto con una persona, entonces la enfermedad que hubiese generado ese virus, nunca será registrada. Esto se conoce como “huésped sin salida” y la probabilidad de que suceda, aumenta junto con la biodiversidad y complejidad del ecosistema. Cuando se cría animales de manera industrial –como en este proyecto– se agrupan una gran cantidad de individuos que tienen mucho contacto entre sí. El estrés de vivir hacinados suele derivar en inmunodepresión que conlleva a mayores chances de que surjan brotes de enfermedades. Además, la falta de complejidad ecosistémica y el permanente contacto con el humano, maximiza las probabilidades de que ese virus salte a las personas y pueda desatar una pandemia.
ii) Más chanchos no es menos soja
En 2018, 100 millones de chanchos fueron sacrificados en China por un brote de la Peste Porcina Africana. Esta enfermedad afecta a los cerdos pero –como todos este tipos de virus– tiene potencial de mutar y afectar a las personas. Frente a este potencial peligro, China busca otros lugares en el mundo para producir carne de cerdo.
En Argentina, circuló la idea de que, si los chanchos que alimentábamos en China (mediante la exportación de soja) ahora no están allá y están acá, en lugar de producir esa soja, pasaríamos a producir chanchos y maíz para alimentarlos. Sin embargo, esto no necesariamente será así.
La dieta de la producción porcina en el país asiático tiene un alto uso de soja, mientras que en nuestro país es más común el uso de maíz. Para empezar, no sabemos cómo sería una producción con capitales mixtos: ¿tendrán alimentación occidental o la oriental? ¿Qué o quiénes lo decidirán? Para seguir, el mundo no es tan simple. La producción de alimento no la orienta la necesidad, sino el dinero. Por lo tanto, si la soja que se exportaba a China encuentra otro mercado (y seguramente lo haga) esa soja va a seguir existiendo. Lo mismo ocurrirá con el maíz. De ninguna manera podemos afirmar que el maíz utilizado para alimentar a los chanchos, va a provenir de plantaciones ya existentes. Más bien cabe preguntarse por qué un productor pudiendo exportar maíz en dólares, lo vendería al mercado interno en pesos. Esto levanta la alarma de que quizá haya presión por expandir aún más nuestra frontera agropecuaria, perdiendo más bosques o ecosistemas necesarios para vivir y producir.
iii) Más dólares no es mayor inclusión social
Otro argumento que surgió apoyando el proyecto es que “estamos en crisis, necesitamos divisas” y que, una vez que tengamos dinero, ahí podremos pensar en políticas de desarrollo sustentables. Pero si vemos la evidencia empírica, más explotación industrial de nuestros recursos naturales, nunca trajo una mejora social. Más bien lo contrario. El período de bonanza Argentina tuvo mucho más que ver con políticas redistributivas que con un cambio de modelo de desarrollo. De hecho, en 2002 teníamos según el censo agropecuario 333.533 explotaciones productivas, en 2018 ese número bajó a 250.801, una caída de más de 83.000 explotaciones. Cuando las producciones se industrializan o tecnifican, el capital necesario para producir es más alto, dejando afuera a muchísimos productores que se ven obligados a arrendar sus campos a pools de siembra o venderlos. Así, es como se concentra la producción en pocas manos. A su vez, esta incorporación tecnológica necesita más máquinas y menos personas. Durante el boom de la soja, esa tecnificación provocó una migración de los habitantes rurales a las periferias de las ciudades contribuyendo a la ampliación de barrios informales sin acceso a condiciones dignas de vida.
Tampoco queda claro qué pasaría con las divisas. Recordemos que por su alta rentabilidad la soja tiene un porcentaje de retenciones más elevadas que la producción porcina. Con lo cual, aún en el mejor escenario, nada garantiza que, si la producción porcina reemplaza a las de soja y llegan los dólares, estos permanezcan en el país o devengan en una mayor recaudación del estado. Quizás, esos dólares retornen a China en forma de ganancias a sus empresas, o terminen vacacionando en alguna playa desconocida del caribe.
Improvisación vs. planificación
El ambientalismo del 2020 no reclama controles poco claros. Demanda un lugar en la mesa donde sentarse a discutir el modelo productivo.
Si el sector estuviera sentado en esa mesa, lo último que miraría son los controles. Lo que realmente hay que pensar es Qué, Dónde, Cómo y Quién va a producir esos cerdos. Desde una perspectiva ambiental, resulta muy raro ver que nos revolean números de chanchos que después vamos a tener que acomodar en el país. Lo correcto, sería planificar dónde podemos crear polos productivos porcinos y con plantaciones de qué zona del país se obtendría su alimento. Recién ahí, se podría calcular la cantidad de cerdos que podríamos producir.
A este proceso se lo llama, técnicamente, evaluación ambiental estratégica. No solo consiste en prestar especial atención a los cuidados ambientales, anticipando posibles problemas graves como inundaciones, brotes de virus, etc. También se ocupan de analizar socialmente las oportunidades productivas ¿Dónde llegaría bien el transporte? ¿Dónde hay pueblos con personas desocupadas para emplear? ¿Dónde hay una polo universitario cerca para conseguir profesionales? ¿Qué economía existe previamente en esa zona? Nunca un plan productivo que pretenda tener una perspectiva ambiental puede comenzar antes de responder estas preguntas.
Es tentador simplificar el análisis económico a: “vendrán más dólares porque esto es bueno”. Es tentador simplificar el análisis ambiental a: “habrá controles”. Es tentador simplificar el análisis social a: “esto generará más empleo”. Sin embargo, no siempre el camino más fácil es el mejor.
El verdadero foco
Reducir esto al debate de los cerdos, también sería un error. La disputa política que se puso sobre la mesa escapa de este caso particular. La verdadera cuestión es de deseo: ¿Qué país queremos? El históricamente relegado movimiento ambientalista, tiene reparos. No queremos procesos económicos que, con el argumento fantasioso de lluvia de dólares, rifen nuestros -limitados- recursos naturales dejando más concentración de la riqueza y mayor desigualdad. Nuestro argumento no se basa en no querer producir para salvarnos, sino más bien que este tipo de actividades económicas son parte del problema y no de la solución.
También tenemos propuestas. Hay por lo menos dos iniciativas regionales que desarrollan áreas, sectores e ideas clave para una recuperación económica post-pandemia. Nuestra América Verde y el Pacto Ecosocial del sur. El primero, aún en su fase embrionaria, reúne firmas de parlamentarios a lo largo de América Latina que participan de discusiones para construir soluciones concretas y regionales. El segundo lleva la firma de referentes y académicos históricos con propuestas que articulan de manera concisa la justicia social con la justicia ecológica. Y que, además, han comenzado diálogos para generar sinergia.
Ninguna pretende tener todas las respuestas. Ningunearlas sería igual de necio que interpretarlas así. Pero quizás, valdría la pena escuchar la culminación de años de estudio, análisis y militancia socioambiental devenida en procesos de integración regional con propuestas concretas de desarrollo, y darles un lugar en la mesa.
Desarrollar un país en América Latina luego de esta pandemia es quizás, la tarea más desafiante de las últimas décadas. Está bien que sea difícil, que se generen resistencias, discusiones, debates. Necesitamos de todas las personas para llevar a cabo esta enorme gesta.
Es fácil ponerse de acuerdo en los objetivos. Todos queremos lo mismo: un país con menos personas en la pobreza, mejor calidad de vida, más oportunidades. Sin embargo, existen diferencias de acuerdo a cómo llegamos a eso. Ocultar esas diferencias, barrerlas debajo de la alfombra, no contribuye a alcanzar más rápido esos objetivos. Más bien lo contrario.