UN REPORTAJE IMPERDIBLE A PATRICIA PINTOS

Patricia Pintos, Profesora y Licenciada en Geografía de la UNLP, es una apasionada embajadora y defensora de estos ecosistemas. En su visita al vecino municipio de Pueblo General Belgrano, ha deleitado a una nutrida concurrencia de ciudadanos interesados con su charla y debate sobre humedales y su importancia para las comunidades. Los principales puntos allí tratados, se resumen a continuación.

“A veces lo que más nos atrae de la naturaleza, es lo que más perturbamos de la naturaleza”

charla-humedal

 

Especial para FUNDAVIDA por melinaMelina Moreyra

Si de ella nos atrae su belleza, tarde o temprano con nuestras acciones, la alteramos. Si nos atrae su paz, tarde o temprano la perturbamos. Si nos atrae su equilibrio, tarde o temprano lo trastornamos. Por mucho tiempo nos hemos acostumbrado a la idea de ser los amos y señores de la creación, de que la naturaleza nos debe servir y debe adaptarse a nuestras necesidades. Y a nuestro paso, con o sin intención, hemos ido cambiando nuestros espacios naturales, acomodándolos, retocándolos, y hasta destruyéndolos en su esencia.

Uno de los ecosistemas que en los últimos años ha sufrido gravísimas perdidas, con sus respectivas gravísimas consecuencias para la especie que los altera, son los humedales. Aquellos ámbitos terrestres naturales en donde la característica que sobresale es la presencia permanente o semipermanente de agua en su superficie. Esteros, pantanos, marismas, deltas, bañados, “zonas bajas e inundables”. Hasta los ríos, arroyos y lagos pueden considerarse humedales, junto a sus zonas próximas. Este tipo de ecosistema está presente en un 25% del territorio de nuestro país, y no es una porción menor.

Los humedales son ecosistemas de inmedible valor para el ser humano por su generoso y desinteresado aporte de “bienes y servicios ecosistémicos”: cumplen funciones en el ciclo vital del agua, actuando como reguladores o “esponjas naturales”, ya que su presencia amortigua los impactos negativos que tendrían sobre las poblaciones tanto las inundaciones como las sequías; son grandes depuradores o descontaminantes del medio ambiente, absorbiendo CO2 de la atmósfera (gas imprescindible para la vida en la tierra, pero que en abundantes cantidades contribuye al calentamiento global); son los espacios por donde los acuíferos y ríos subterráneos se recargan de agua mediante la infiltración; son el hogar de una rica biodiversidad floral y animalística; son sitios propicios para que el hombre realice numerosas actividades productivas (agricultura, ganadería, entre otras, siempre que dicha actividad se realice en armonía con el entorno). En resumidas cuentas, son ámbitos de un valor comunal inmensurable. Pero claro, la conciencia sobre este valor lleva relativamente poco tiempo difundiéndose, ya que como geniales hijos del rigor solo empezamos a valorar aquello que ya hemos perdido.

La sociedad en general siempre ha tenido una imagen desvalorizada de estos espacios, considerándolos el “patio trasero”, aquellas tierras bajas de escaso valor por su condición de inundable e inhabitable. Pero hace algunos años el sector privado empezó a considerar sugestiva la compra de estas tierras de bajo costo, a las que mediante un proceso de relleno y elevación de terreno, podrían adaptar para diversos usos, como la industria inmobiliaria o residencial. Diversos proyectos y empresas inmobiliarias ven atractivos los terrenos linderos a los ríos en sus tramos finales hacia las desembocaduras, ya que en estas zonas el río pierde velocidad y se torna meandroso, ofreciendo un paisaje vistoso y atractivo. Es así que nace el boom de los barrios náuticos, sistemas de urbanismo en donde se combina “la tranquilidad de la naturaleza y la comodidad de la ciudad”, en donde las empresas ofrecen al potencial comprador un imaginario que conjuga naturaleza y ciudad en una seductora sucesión de inmuebles y lagos artificiales. Pero la realidad es que esa naturaleza ha sido gravemente alterada: para realizar estos barrios se desmontan los humedales, se rellenan aumentando varios metros su altura, y el sitio pierde inmediatamente su identidad y su función. El hombre, en su afán privatista, llega cada vez más lejos en su destructiva mercantilización de la naturaleza.

Las consecuencias que el desarrollo de estos proyectos inmobiliarios tiene sobre los humedales y sobre las comunidades aledañas son terribles. Obviando la innegable destrucción del humedal en su estado natural, con su consecuente pérdida de especies vegetales y animales, lo que se pierde con ellos son aquellos bienes y servicios ecosistémicos de los que hablábamos anteriormente, de los cuales toda la sociedad se beneficia. El humedal que allí había deja de cumplir sus importantes funciones: ya no es una esponja natural que actúa como reguladora de agua tanto por exceso como por defecto, es decir, ya no puede amortiguar los impactos de posibles inundaciones o sequias. Aun más, al estar estos barrios emplazados sobre una gigante elevación artificial del terreno, que generalmente se ubica en los valles de inundación de los ríos (aquella superficie aledaña a los cursos de agua que alberga el agua cuando ésta se desborda de los ríos en las crecidas), lo que provocan es que el agua busque necesariamente otros sitios por donde discurrir y desbordar cuando hay crecidas, provocando la inundación de territorios que antes no se inundaban, y que generalmente están habitados por un sinnúmero de pobladores.

Estos efectos adversos se multiplican a la par del continuo avance de este tipo de urbanización en las cuencas de los ríos. Este avance es producto de la nefasta convergencia de intereses de los actores económicos privados que financian estos emprendimientos y el Estado, en sus distintos niveles de gestión, que se desentiende de las consecuencias ambientales que dichos proyectos provocan.

Es tiempo de despertar. La racionalidad inversora debe estar subordinada al interés público, y no al revés. Es mucho lo que se pierde si no reaccionamos ante el avance de estos emprendimientos. Los humedales tienen su razón de ser y nos benefician ampliamente, y tenemos el deber moral de promover el mantenimiento y la protección de sus características ecológicas, realizando en ellos actividades enmarcadas en el desarrollo sostenible. Tenemos la obligación de proteger los servicios ecosistémicos que proporcionan, no sólo por nosotros sino también por las próximas generaciones. El camino es arduo: la lucha por la implementación de planes, políticas, legislación, medidas de gestión que detengan todo aquel emprendimiento que altere a los humedales y que los protejan. Y promover la conciencia sobre la importancia de este vital ecosistema para las comunidades.

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